viernes, 16 de febrero de 2018

El bien de la paciencia (San Cipriano, I)

Tras haber visto el más antiguo tratado sobre la paciencia, el del escritor africano Tertuliano, pasaremos a leer el trabado "sobre el bien de la paciencia" de San Cipriano, el obispo africano de Cartago, mártir en el s. III.


Al considerar, bajo diferentes argumentos, la virtud de la paciencia, hemos de desearla, entenderla, asimilarla, por lo importante que es que logremos ser "hombres virtuosos", esto es, no tener un acto de paciencia una vez aislada, en alguna ocasión, sino ser siempre pacientes.

Con la paciencia, su raíz, su objeto, su fin, alcanzaremos los bienes definitivos. Sean éstas unas catequesis patrísticas de verdad morales, educando nuestro ser en la moral cristiana, no en el moralismo, y pidiendo desde ya el don de Dios en los corazones.



"1. Habiendo de tratar de la paciencia, hermanos amadísimos, y debiendo ponderar sus beneficios y ventajas, por dónde empezar mejor que diciéndoos que ahora mismo necesito de la vuestra para escucharme, pues sin ella no podéis oírme ni aprender de mí; un razonamiento bien concertado se capta con provecho y eficacia cuando se escucha con paciencia. Y, a la verdad, no encuentro un razonamiento más útil para la vida o más eficaz para la gloria que practicar por completo la paciencia siguiendo los preceptos del Señor con espíritu de temor y de entrega.


2. Incluso los filósofos hacen profesión de seguir esta virtud, pero su paciencia es tan falsa como lo es su filosofía. Pues, ¿cómo puede uno ser sabio o tener paciencia si desconoce la sabiduría y paciencia de Dios? El mismo Dios advierte sobre los que se creen ser sabios en el mundo lo siguiente: “Haré perecer la sabiduría de los sabios y reprobaré la previsión de los que saben” (Is 29, 14). Y también el santo apóstol Pablo, lleno del Espíritu Santo, enviado para invitar a la conversión a los gentiles, certifica lo mismo y nos lo informa con estas palabras: “Mirad, no os sorprenda alguno con su filosofía y nueva sofistería, conforme enseñan los hombres, según los elementos de la naturaleza y no según Cristo, porque en él habita toda la plenitud de la divinidad” (Col 2,8-9). Y en otro lugar: “Nadie se llame a engaño; si alguien cree ser sabio entre vosotros, hágase necio para este mundo y será sabio, pues la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. Está escrito: Aprehenderá a los sabios en sus mismos ardides” (Cf. 1Co 3, 18-19; Jb 5,13). Y también: “Conoció Dios que los pensamientos de los sabios son necios” (Sal 93,11).

Por lo cual, si no hay en ellos verdadera sabiduría, no puede haber tampoco verdadera paciencia. En efecto, si es paciente el que es humilde y manso, vemos que los filósofos no son ni humildes ni mansos, sino muy engreídos, se complacen en sí mismos y desagradan a Dios; por ello se echa de ver que donde hay indolente audacia y desatada libertad y descarada jactancia de un espíritu desenfadado y sin reserva, no existe paciencia.


3. Nosotros, por nuestra parte, hermanos amadísimos, que somos filósofos no de palabras, sino de hechos, y hacemos profesión de filosofía verdadera, no sólo por el manto; que debemos ser virtuosos más que aparentarlo, que no profesamos grandezas, sino que las vivimos, practiquemos con sumisión de espíritu, como servidores ya doradores que somos de Dios, la paciencia que aprendimos de las lecciones divinas. Esta virtud nos es común con el mismo Dios. De Él trae el origen, y toma su dignidad y prestigio. De Él procede su grandeza. El hombre debe amar una cosa tan amada de Dios. El ser estimada por la majestad de Dios recomienda ya su bondad. Si Dios es nuestro Padre y Señor, imitemos la paciencia de nuestro Señor y nuestro Padre, porque los servidores deben ser obedientes y los hijos no pueden degenerar".

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