jueves, 1 de septiembre de 2016

El Ungido es Jesucristo

Precioso tema éste de la Unción de Jesucristo, por el cual se ve cómo todo lo profetizado se ha cumplido en Jesús, el Hijo de Dios y Ungido así, no con aceite material sino con el Espíritu Santo, se convierte para nosotros en fuente de unción.


Por Él somos ungidos nosotros con aceite santo, perfumado, consagrado, y a través de ese aceite santo, se nos da la vida divina de Cristo y su Espíritu Santo. Es una corriente vital de gracia y amor que nos asiste en el desarrollo de nuestra vida cristiana.

"Ese amor que une al Padre y al Hijo subsiste, pues, en la realidad de una Persona. Es la expresión de la fecundidad del amor del Padre y del Hijo. Ese amor se comunica y se agota en la procesión del Espíritu. Por ahí alcanza la vida trinitaria su plenitud, su perfección. Ella vuelve en cierto modo a sí misma, en ese ritmo eterno de procesión y de reasunción que es el de la vida divina. Ella descansa totalmente en sí misma, en la plenitud de su comunicación. Ocurrirá lo mismo en la misión del Espíritu Santo.

También en este orden, como hemos afirmado frecuentemente, es el Espíritu enviado por el Padre y el Hijo. Esto es recordado expresamente por Cristo en el discurso de después de la cena: "El os enviará un Paráclito" (Jn 13,16). Pero, al mismo tiempo, se afirma que el Paráclito se dará de la plenitud de Cristo. Y asimismo en los Hechos, en el discurso de san Pedro, hallamos este admirable pasaje en que el Hijo sentado a la derecha del Padre recibe la plenitud del Espíritu en su humanidad para comunicarla al mundo (2,33).

Hemos de observar aquí, pues es necesario siempre en estas materias expresarse con precisión, que es la humanidad de Cristo la que se llena con el Espíritu Santo, pues se sobreentiende que en su divinidad el Hijo está eternamente lleno de esa vida del Espíritu Santo que él posee por su divinidad. Pero él ha venido a buscar esta humanidad, esa humanidad que es la nuestra, que, ya santa y santificada por el Espíritu Santo en su persona, recibe el día de la ascensión, o más exactamente después de la ascensión, la plenitud del Espíritu Santo, para convertirse en la fuente viva de donde es comunicado el Espíritu Santo.

Esta comunicación del Espíritu Santo se verifica esencialmente en pentecostés. Se concede a la Iglesia el Espíritu Santo. Cristo llena a su Iglesia con sus dones y le otorga en particular su Espíritu, es decir, la comunicación misma de su vida. Esto hace que la Iglesia posea realmente su Espíritu, no que lo posea por derecho de naturaleza, sino por donación de su esposo, y hace que pueda asimismo distribuir el Espíritu. Se puede decir que la Iglesia es esencialmente el lugar donde se da el Espíritu. Ella es el sitio donde el Espíritu ilumina la inteligencia de la verdad eterna. Por ello sólo en la Iglesia brilla la luz inalterable de la verdad. La distribuye en sus sacramentos que constituyen el medio vital, el nuevo paraíso, en cuyo interior sólo la vida del Espíritu florece.

El Espíritu Santo viene así a llevar a su término y consumación, conducir a su perfección última progresivamente el designio cuyo origen radica en el amor del Padre, del que hemos dicho que se consuma substancialmente en la encarnación del Verbo. En Cristo la humanidad está enteramente consagrada y dirigida al Padre. Pero esta consagración debe venir a captar y penetrar toda la humanidad y en esto consiste la obra del Espíritu Santo en la Iglesia. El es ese río de agua viva que quiere arrastrarlo todo y que viene a demoler todos los obstáculos, o ese fuego que Cristo ha venido a encender sobre la tierra y que intenta abrasarlo todo. Ciertamente la opacidad de los hombres no cesa de poner obstáculos a esa acción del Espíritu Santo, pero ella es sin embargo una realidad soberanamente efectiva, se puede decir incluso la más profunda realidad, pues no hay nada más real que esa acción del Espíritu Santo"

(DANIELOU, J., La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, pp. 106-108).

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