lunes, 27 de abril de 2015

El salmo 5


La catequesis de los salmos que estamos haciendo, poco a poco, la realizamos desde la clave espiritual del salmo: esa clave que se traduce en la voz de Cristo al Padre, o voz de la Iglesia a Cristo, o la voz de cada uno de nosotros. Esa es la interpretación espiritual de los salmos, la más elevada y, por supuesto, la más necesaria: saber  interpretar espiritualmente con ojos nuevos lo que hay en la corteza, en la letra del salmo. Pero además de la interpretación espiritual del salmo, está la interpretación moral y la interpretación literal. La interpretación moral es aquella interpretación del salmo que nos enseña cómo vivir según Cristo. Es uno de los modos de lectura que tanto los Padres de la Iglesia como San Bernardo, el último de los Padres de la Iglesia, utilizaban muchas veces en las explicaciones de la Escritura. La interpretación literal es la más sencilla, dentro de lo que cabe, ya que es ir explicando lo que el salmo dice en sí, género, estilo, composición, verbos, etc.


            El salmo de hoy, el salmo 5, que guarda estrecha relación con la primera lectura y queda además iluminado por el Evangelio casualmente -sabéis que no tienen conexión el salmo con el Evangelio en la liturgia de la Palabra- nos viene muy bien para hacer una interpretación moral del salmo, y habituarnos también a sacar la moralidad en las Escrituras, en su recto sentido. "Moral" es una palabra que parece que está desfasada, a nadie le gusta hablar de moral, inmediatamente se le acusa de “moralista”, “eso es moralismo” y, sin embargo, la moral es imprescindible para vivir como creyentes.

Veamos primero el texto entero del salmo:
 
Señor, escucha mis palabras,
atiende a mis gemidos,
haz caso de mis gritos de auxilio,
Rey mío y Dios mío.

A ti te suplico, Señor:
por la mañana escucharás mi voz,
por la mañana te expongo mi causa,
y me quedo aguardando.

Tú no eres un Dios que ame la maldad,
ni el malvado es tu huésped,
ni el arrogante se mantiene en tu presencia.

Detestas a los malhechores,
destruyes a los mentirosos;
al hombre sanguinario y traicionero
lo aborrece el Señor.

Pero yo, por tu gran bondad,
entraré en tu casa,
me postraré ante tu templo santo
con toda reverencia.

Señor, guíame con tu justicia,
porque tengo enemigos;
alláname tu camino.

En su boca no hay sinceridad,
su corazón es perverso;
su garganta es un sepulcro abierto,
mientras halagan con la lengua.


Que se alegren los que se acogen a ti,
con júbilo eterno;
protégelos, para que se llenen de gozo
los que aman tu nombre.

Porque tú, Señor, bendices al justo,
y como un escudo lo rodea tu favor.


Dice el salmo: “Señor escucha mis palabras, atiende a mis gemidos, haz caso de mis gritos de auxilio, Rey mío y Dios mío”. En primer lugar, nos encontramos con un creyente; quien reza, quien ora es un creyente. O dicho al revés, para ser creyente, hay que ser orante, pues no hay fe si no hay súplica confiada y abandono en las manos del Señor. Está clamando al Señor, pidiendo su auxilio desde el gemido, desde el dolor profundo de una situación. Y al hacer la plegaria va describiendo cuál es la voluntad de Dios sobre el hombre, la voluntad moral, la voluntad de la verdad y del bien sobre el hombre. “Tú no eres un Dios que ame la maldad ni el malvado es tu huésped”. Para Dios, no puede ser agradable en un ningún momento el comportamiento que hemos escuchado en la primera lectura, del primer libro de los Reyes, la conducta de Ajaz, con una envidia ciega, con una pasión en el alma, por arrebatar la viña a uno que era lo único que tenía. Y no para hasta conseguir la viña: si hace falta calumniar, calumnia; si hace falta asesinar, asesina. El Señor no ama la maldad, el creyente no puede utilizar la maldad en su vida. “Desterrad de vosotros la ira, la amargura, los enfados e insultos... y toda clase de maldad” dice la exhortación moral de la carta a los Efesios.

“Ni el malvado es tu huésped”. El malvado no entra en el Templo del Señor, en la presencia de Dios. Hay algo que le impide entrar: la vergüenza y la confusión de su propia maldad. “Ni el arrogante se mantiene en tu presencia”. La arrogancia, y conocemos bien lo que es la arrogancia, y la hemos tenido que padecer muchas veces, es la presunción de quien se cree que todo lo sabe, o tiene la presunción de que lleva más años de cristianismo que nadie, y se ha entregado al Señor más que nadie o se ha entregado a la evangelización más que nadie, y puede hablar con despecho, con distancia, hacia los demás, incluso humillando. Esta es la arrogancia. No es propia de un cristiano, aunque tenga la palabra “cristiano” en la boca todo el día. Pues, “el arrogante no se mantiene en la presencia del Señor”. Citando el salmo 1, “serán como paja que arrebata el viento”. Dios aborrece esas cosas.

“El Señor detesta a los malhechores, destruye a los mentirosos”. “Dios ama a quien convive con la sabiduría”, Dios ama al que vive en la verdad, porque es “la verdad la que nos hace libres”. “Al hombre sanguinario y traicionero lo aborrece el Señor”. Así pues, se nos está indicando mediante el salmo cómo vivir: vivir sin maldad, que no es ser ingenuo, hay que ser “astutos como serpientes y sencillos como palomas”, pero sin la maldad de quien sabe buscar los trucos para salirse con la suya haciendo daño si hace falta al que se oponga. 

 El Señor detesta la maldad, detesta la arrogancia, hay que ser humildes, pero humildes en el sentido verdadero. Ni tú ni yo somos más que nadie. No podemos imponer nuestros criterios o nuestras decisiones, o burlarnos de aquellos que no viven el cristianismo como yo, que no piensen como yo, o que, a lo mejor llevan menos años de vida cristiana. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar con arrogancia, con prepotencia, a nuestros prójimos?

El Señor detesta la mentira”. Hay que andar en la verdad, con transparencia, sin buscar los recovecos; ¡ay de esas personas que son turbias en sus actuaciones hasta conseguir salirse con la suya! Ni qué decir tiene que no podemos actuar de modo sanguinario, la venganza, o la justicia compensatoria del “ojo por ojo, diente por diente”, han sido superadas en la ley nueva.

             Así los salmos, como este salmo 5, que cantamos en las Laudes del lunes de la primera semana, van orientando nuestro modo de vivir, de actuar, de comportarnos, de ser exactamente igual que Cristo para estar en la presencia del Señor.

1 comentario:

  1. De este salmo dijo Juan Pablo II que el cristiano orante no pierde la confianza en Dios, que siempre está dispuesto a sostener a sus fieles para que no tropiecen en el camino de la vida.

    “La oración del salmista culmina en un final lleno de luz y de paz, después del oscuro perfil del pecador que acaba de dibujar. Una gran serenidad y alegría embarga a quien es fiel al Señor. La jornada que se abre ahora ante el creyente, aun en medio de fatigas y ansias, resplandecerá siempre con el sol de la bendición divina. Al salmista, que conoce a fondo el corazón y el estilo de Dios, no le cabe la menor duda: Tú, Señor, bendices al justo y como un escudo lo rodea tu favor”. (Audiencia general del 30 de mayo de 2001).

    Amemos a Dios porque él nos ha amado antes. Aleluya (de las antífonas de Vísperas)


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