sábado, 11 de diciembre de 2010

El Prefacio III de Adviento

Es un prefacio con claras resonancias del evangelio, casi literales, sobre el final de los tiempos, el cielo nuevo y la tierra nueva y la venida gloriosa del Señor. 

Hasta el 16 de diciembre inclusive se canta este prefacio III (junto con el prefacio I; sin embargo, el II y el IV se reservan para las ferias mayores).

Dice así el prefacio:




En verdad es justo darte gracias,
es nuestro deber cantar en tu honor himnos de bendición y de alabanza, 
Padre todopoderoso, principio y fin de todo lo creado.

Tú nos has ocultado el día y la hora
en que Cristo, tu Hijo, Señor y Juez de la historia,
aparecerá, revestido de poder y de gloria,
sobre las nubes del cielo.

En aquel día terrible y glorioso pasará la figura de este mundo
y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva.

El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria,
viene ahora a nuestro encuentro
en cada hombre y en cada acontecimiento,
para que lo recibamos en la fe
y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino.

Por eso...


En verdad es justo darte gracias,
es nuestro deber cantar en tu honor himnos de bendición y de alabanza, 
Padre todopoderoso, principio y fin de todo lo creado.

    Cantamos alegres en Adviento himnos de bendición y alabanza, porque el canto, la música, trasciende al alma y es vehículo adecuado para expresar gratitud. Dios, Principio y fin de todo lo creado, envía al que todo lo sostiene: “todo fue creado por Él y para Él. Todo se mantiene en Él”.

“Tú nos has ocultado el día y la hora”.

    No sabemos cuándo será, pero vendrá Cristo, a quien amamos y esperamos. Vigilemos, estemos atentos a sus signos, a su Presencia, despertemos de nuestras medianías y tibiezas, porque a la hora que menos esperemos vendrá el Hijo del hombre. ¡Ojalá permanezcamos en pie el día de su venida!

“En que Cristo, tu Hijo, Señor y Juez de la historia”.

    El que viene es el Hijo de Dios; no seguimos a un personaje que pasó, que la muerte aniquiló para siempre, sino al Resucitado, Eterno Viviente. Por su Resurrección es Señor de todo, cielo y tierra, y, a la vez es Juez de la historia, el criterio de discernimiento de todo, el que todo lo interpretará, “y pagará a cada uno según sus obras”.

“Aparecerá, revestido de poder y de gloria,
sobre las nubes del cielo”.


    Su venida será magnífica -¡Él es el Rey de la gloria!-. Entonces seremos glorificados con Él, partícipes del reino, coherederos de su gloria. ¡No temamos si amamos al que viene! Deseemos su venida.

“En aquel día terrible y glorioso pasará la figura de este mundo 
y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva”.

    Será terrible para aquellos que se opusieron a Él, y quedarán descubiertos y vencidos los hijos de las tinieblas; pero para aquellos que le pertenecen y le aman será día de salvación; pasará la figura de este mundo revelándose la plenitud de todo: la Jerusalén del cielo, engalanada para su Esposo; los cielos nuevos y la tierra nueva, la muerte y el pecado derrotados, “pena y aflicción se alejarán” “y enjugará las lágrimas de nuestros ojos”.

“El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria,
viene ahora a nuestro encuentro
en cada hombre y en cada acontecimiento
”.

    La venida intermedia del Señor ocurre para nosotros a cada momento: el mismo Señor resucitado –que vendrá glorioso- aparece en nuestra vida en cada hombre, en cada acontecimiento, en aquello que vivimos; viene sacramentalmente, viene en su Palabra, viene en la oración... Acojámosle ahora, deseémosle plenamente; mendiguemos a Cristo: ¡Ven Señor muy Amado!

“Para que lo recibamos en la fe
y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino”.


    La fe nos descubre  la presencia de Cristo –en cada hombre, en cada acontecimiento-, la fe permite que lo recibamos y que no pase la Gracia del encuentro, y así, con amor, esperemos lo definitivo y más pleno, la venida de Cristo y su Reino. Es la receptividad mariana, la disponibilidad y acogida de María en nuestra alma para Cristo que viene.

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