domingo, 5 de septiembre de 2010

La preciosa oración colecta: "Señor, tú que te has dignado redimirnos..."

Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos,
míranos siempre con amor de padre,
y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo,
alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo... (OC. Domingo XXIII del T. Ordinario; también del V de Pascua).



La experiencia personal cristiana de la salvación, mediante la liturgia, nos acerca hoy a uno de los grandes capítulos y ejes vertebradores de la dignidad bautismal: la libertad, la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Así hemos comenzado la liturgia de hoy al pedir en la oración colecta: "Haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera" . ¿Pero, de qué libertad se trata? ¿Por qué caminos la obtendremos y qué uso haremos de ella? ¿Libertad de qué y para qué?

    Un valor absoluto, aspiración de pueblos y naciones, deseo íntimo y anhelo principal de la persona que quiere situarse y orientar su vida. Todos hablan de libertad y derechos, exigiéndola y reclamándola... pero, ¿de qué libertad se trata? La sociedad se ha impregnado de una filosofía utilitarista y pragmática, existencialista, que interpreta la libertad como autonomía autosuficiente del hombre: "puedo hacer lo que quiera, soy libre", mas sin tener en cuenta al otro; se toma pues, la libertad, como egoísmo, excusa y pretexto para pisotear y buscar sólo los intereses personales.

    La libertad cristiana no es esa. Ante todo es un don, un regalo gratuito que tiene su fuente y origen solamente en Dios, no en el hombre; éste, si quiere ser verdaderamente libre, debe ordenar su libertad hacia Dios. Desde su libertad, el hombre tiene capacidad para escoger el eje vertebrador de su existencia; la libertad es "decisión sobre sí y disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última instancia, a favor o en contra de Dios" (Veritatis Splendor, 65). Es desde esta libertad radical desde donde el hombre parte para llegar a Cristo y descubrir en Él, "el Camino, la Verdad y la Vida" para llegar al Padre.

    "Para ser libres nos ha liberado Cristo" (Gal 5,1). El pecado no tiene fuerza ya para esclavizarnos, porque ha sido destruido en la cruz gloriosa del Señor: en la cruz encontraremos el significado profundo, pleno y verdadero de la libertad que nace de la obediencia filial y del amor de Cristo al Padre, y que marca y orienta el horizonte de nuestra libertad. Y, por el don de la Pascua, injertados por Cristo en el Bautismo, hemos sido declarados y hechos realmente libres de toda esclavitud.

    En efecto, si queremos ser libres, desde la libertad de los hijos de Dios, tenemos que vivir desde la libertad en la obediencia al Padre que se expresa en el cumplimiento moral de los mandamientos; el Espíritu ha metido esta ley en nuestros corazones y es la voluntad primera de Dios respecto al hombre y principio de santidad. Es la ley de Dios. "Quien 'vive según la carne' siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y 'vive según el Espíritu' y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido" (Idem, n. 17).

    ¿En qué se traduce esta libertad? ¿De qué hemos sido librados por la Pascua del Señor?

    a) Para el cristiano, será incompatible la libertad de Cristo con el afán de protagonismo, el deseo inmoderado de dinero, de prestigio o de posición social; incompatible con el confort burgués, la injusticia social, el fraude fiscal, la explotación de los trabajadores o la retención de salarios... porque demuestra cómo el corazón no está orientado hacia Dios, sino a las realidades efímeras de este mundo: dinero, fama, honores. Es otro tipo de esclavitud de la cual Cristo nos ha liberado para no volver a caer en ella.

    b) Asimismo, una gran libertad de espíritu para vivir confiados en la Providencia sin aferrarnos a nuestro proyectos, nuestros deseos, o vivir oprimidos por el miedo, el agobio, el estrés, la incertidumbre. Ésta es la libertad, tremenda y sublime, que Cristo ofrece al hombre.

    c) Una libertad tremenda de espíritu: poder seguir a Cristo como Camino o rechazarlo. Libertad profunda del corazón: "No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí". El corazón se ve liberado de todo temor y de todo miedo. Especialmente del miedo angustioso a la muerte eterna. Cristo nos ofrece la esperanza cierta de que la muerte ha sido destruida, y tras nuestra propia muerte, nos da la garantía de la resurrección, de nuestra propia resurrección corporal, y de la vida eterna. ¡Liberados de la aniquilación final, absoluta y terrible de una muerte eterna! La muerte será ya, para cada uno, un tránsito, oscuro y amargo como toda muerte, pero, tránsito al fin y al cabo, para resucitar con Cristo.

    d) Finalmente, junto con la obediencia filial (expresada en la ley de Dios y en la libertad del corazón), el amor, que une a la criatura y al Creador y a los creyentes entre sí. El amor supera a la libertad: "Haceos esclavos unos de otros por amor" (Gal 5,13), porque dirige nuestra vida a la entrega y servicio radical del otro, sin buscar el propio interés. Es el amor el que dignifica y perfecciona nuestra libertad: ¡ésta es la auténtica libertad! Con razón hemos pedimos en la liturgia: "Haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera" .

    Somos un pueblo de hijos, un pueblo sacerdotal, que, libres de la esclavitud de la ley, del pecado, de la muerte, vive para Dios, que nos ha hecho salir de la tiniebla "y entrar en su luz maravillosa". En el ejercicio pleno de nuestra libertad filial creceremos como persona y anularemos el poder del pecado en nosotros, viviremos, cada uno, la experiencia personal de la libertad que otorga el Resucitado.

    No caigamos pues en el pecado que bajo apariencia de libertad nos vuelve esclavos, porque entonces estaremos haciendo inútil la cruz de Jesús que nos dio la libertad destruyendo nuestras esclavitudes. "No consintamos que sea esclava de nadie nuestra voluntad sino del que la compró con su sangre" (Sta. Teresa, Camino Perfección 4,8).

Así, de camino, espero que nos habituemos todos a sacar jugo y meditación sapiencial a los textos litúrgicos, una tarea que no se suele hacer, por más que se habla de liturgia y de ortodoxia. Meditemos sus textos, contemplemos la grandeza teológica que nos ofrecen.

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