sábado, 8 de mayo de 2010

"Muriendo destruyó nuestra muerte" (Prefacio Pascual I)

    “Muriendo destruyó nuestra muerte" canta el Prefacio Pascual I.

Experimentó realmente la condición humana, pero de forma cruenta, sacrificial, con una inmolación única y definitiva, irrepetible, “de una vez para siempre” (Hb 7,27), “fue entregado por nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación” (Rm 4,25). La muerte hacía que el hombre fuera esclavo por miedo, y Cristo consiguió “aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hb 2,14-15). Hemos pasado de la muerte a la vida por la muerte de Cristo; obra de gracia, “y ahora esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer Nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal” (2Tim 1,10).


La muerte de Cristo, Dios y Hombre, es ocasión de victoria -“¡la muerte ha sido absorbida en la victoria! ¿Dónde está muerte, tu victoria?”-; en expresiones muy contundentes de S. Agustín: “con su muerte dio muerte a la muerte. ¡Muerta la muerte, nos libró de la muerte!” (Serm. 359,2); “la vida murió, la vida permaneció, la vida resucitó, y dando muerte a la muerte, con su muerte nos aportó la vida. Por tanto, la muerte fue absorbida por la victoria de Cristo que es la vida eterna” (Serm. 265A).

La muerte devoró aquel Cuerpo crucificado, pero en él estaba contenida la plenitud de la divinidad, el germen de Vida verdadera y fue la muerte “la primera sorprendida”, pues mordió vida incorruptible, y quedó herida de muerte. Es una interpretación muy querida, especialmente por la patrística oriental:

“Realizada la destrucción de la tiranía del maligno que nos dominaba por el engaño, venciendo la carne vencida en Adán, volviendo el arma contra el maligno, para mostrar que la carne, que había sido capturada primero por la muerte, captura al que la había capturado y destruye su vida por la muerte natural. Y la carne, hecha para él veneno, por una parte, a fin de hacerlo vomitar a todos los que él había tragado (en tanto detentaba el dominio de la muerte), ella llegó a ser, por otra parte, vida para el género humano, como la levadura que hace fermentar la naturaleza para una resurrección de vida” (S. Máximo el Confesor, Interpretación del Padrenuestro).

Para que la muerte quede muerta en nosotros, tenemos el Pan de la vida (“el que coma de este pan vivirá para siempre”, Jn 6,51) y con razón se denomina a la Eucaristía “medicina de inmortalidad, antídoto contra la muerte” (S. Ignacio de Antioquía, Ad Eph., XX,2) en contraposición al veneno de la muerte.

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