sábado, 6 de marzo de 2010

Viacrucis: Jesús cae por segunda vez (VII)

7ª Estación: Jesús cae por segunda vez

En el sentir actual, en la cultura de hoy, se ha perdido a Dios, se le ha arrinconado, considerándolo insignificante, sin valor real para la vida del hombre y de la sociedad. Lo hemos convertido en prescindible, en innecesario y reducido a la lejanía, confinado a un sentimiento interior y sin repercusión alguna. Se ha oscurecido el sentido de Dios. Y rápida y silenciosamente se le ha sustituido por lo que el escritor inglés Chesterton llamaba los otros dioses: “la Usura, la Lujuria y el Poder”. Dios ha quedado apartado. Su lógica consecuencia, y es un gran drama para el hombre contemporáneo, es la pérdida del sentido y conciencia de pecado. Sin referencia a Dios, que es el Bien
y la Verdad, el hombre no recibe luz en su camino, ni diferencia lo bueno en sí mismo de lo malo, ya no sabe qué es el pecado, todo le es igual y se introduce el relativismo moral donde cada uno decide libremente lo que para él es pecado o no lo es. Ya no existen normas objetivas, sólo existe lo subjetivo, opiniones de cada cual y la conciencia moral de la persona perdida, sin referencia, ni orientación, ni directrices; de ahí la equivocada y perniciosa frase: “allá cada uno con su conciencia”.

O se mira el pecado sin maldad moral, sólo como los defectos de carácter, pequeñas debilidades y normalmente referido sólo –casi como terapia psicológica- a problemas de la convivencia diaria. Incluso muchos llegan a la errónea convicción de que no tienen pecado. ¡Qué poco se conocen! ¿Cómo puede alguien creerse santo, inmaculado, perfecto o sin pecado? Es la gran confusión moral, el relativismo, la oscuridad de unos hombres -¿tal vez tú y yo?- que no sienten necesidad de la redención de Cristo. San Pablo diría que “hemos hecho inútil la cruz de Cristo” (1Co 1,17).


Ya afirmó Pío XII, gran pontífice del siglo XX, que “el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” (Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los Estados Unidos en Boston, 26-octubre-1946). Y Juan Pablo II afirmó: “La pérdida del sentido del pecado es, por lo tanto, una forma o fruto de la negación de Dios: no sólo de la atea, sino además de la secularista. Si el pecado es la interrupción de la relación filial con Dios para vivir la existencia fuera de la obediencia a Él, entonces pecar no es solamente ne-gar a Dios; pecar es también vivir como si él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria” (Rec. et Paen., n. 18).


Pero la Palabra de Dios viene en nuestra ayuda y nos enfrenta a nuestros propios pecados, que son concretos y reales. Y así nos dice: “conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias” (Rm 13,13-14). ¿Y quién no se ve aludido en las obras de la carne que enumera san Pablo? “Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Y os prevengo, como ya os previne, que los que así obran no heredarán el reino de Dios... No seamos engreídos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros” (Gal 5,19-21.26).


Preguntaron los fariseos: “¿También nosotros estamos ciegos? Jesús les contestó: -Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste” (Jn 9,40-41). ¿Deseas saber si el pecado existe, si es grave? Mira a Cristo, por segunda vez ha caído en tierra. Tus pecados y los míos le pesan tanto que lo han derribado.

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