jueves, 14 de enero de 2010

Secularización del sacerdote, clericalización de los laicos (I)


La renovación eclesial era necesaria y ha producido muchos frutos; la correcta aplicación del Concilio Vaticano II ha generado un dinamismo de vida en toda la Iglesia que hemos de agradecer. Sin duda, uno de los puntos sobresalientes fue la identidad del fiel laico y su misión. La promoción del laicado, necesaria, es evidente: conciencia de su dignidad, sentido vocacional y de misión apostólica, colaboración activa en la vida de la Iglesia superando los restos que pudieren haber de pasividad, de intimismo, de despreocupación.

Es la valoración que Juan Pablo II realizó en la Christifideles laici (magnífico documento para un año de catequesis de adultos):

“El llamamiento del Señor Jesús «Id también vosotros a mi viña» no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo. En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor que la envía al mundo como «sacramento universal de salvación». Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo... De modo particular, el Concilio, con su riquísimo patrimonio doctrinal, espiritual y pastoral, ha reservado páginas verdaderamente espléndidas sobre la naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad de los fieles laicos. Y los Padres conciliares, haciendo eco al llamamiento de Cristo, han convocado a todos los fieles laicos, hombres y mujeres, a trabajar en la viña... Dirigiendo la mirada al posconcilio, los Padres sinodales han podido comprobar cómo el Espíritu Santo ha seguido rejuveneciendo la Iglesia, suscitando nuevas energías de santidad y de participación en tantos fieles laicos. Ello queda testificado, entre otras cosas, por el nuevo estilo de colaboración entre sacerdotes, religiosos y fieles laicos; por la participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis; por los múltiples servicios y tareas confiados a los fieles laicos y asumidos por ellos; por el lozano florecer de grupos, asociaciones y movimientos de espiritualidad y de compromiso laicales; por la participación más amplia y significativa de la mujer en la vida de la Iglesia y en el desarrollo de la sociedad. Al mismo tiempo, el Sínodo ha notado que el camino posconciliar de los fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros” (ChL, n. 2).

Junto a las realizaciones positivas en el campo laical, también se han producido “dificultades y peligros”, en palabras del Papa. ¿Cuáles?

-“ la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político”

-y “la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas” (ibíd.).

¿Promocionar el laicado es reducirlo a tareas intraeclesiales?
¿Es dedicarlo en exclusiva a impartir catequesis?
¿Es encerrarlo entre las paredes del despacho parroquial a base de reuniones y revisiones?
¿Es estar en la sacristía sentados, sin hacer nada, simplemente entreteniéndose y creyendo que así están “implicados”, “comprometidos”?
¿Es protegerlos en la parroquia como un cálido refugio afectivo sin lanzarlos al orden temporal?
¿No se ha confundido la promoción al laicado con un acaparar al laicado sin una maduración de fe, experiencia creyente y formación doctrinal que los lance a la misión, al orden temporal que es lo propio de él?

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